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ADIÓS A CHRISTOPHER LEE

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LLEGAR A SER INMORTAL...Y MORIR



Posiblemente a estas horas de la noche, con todo el día a cuestas, la mayoría de amigos, críticos y fandom, hayan dado a conocer ya sus plegarías y eglogas sobre Chris Lee. Emociones nostálgicas la mayoría, que se sumarán, sin duda alguna, a las que se irán vertiendo en los próximos días, pues una pérdida así es difícil dejarla pasar como si nada. He preferido dejar transcurrir algunas horas para atender la petición de mi amigo y colega, Jorge Juan Adsuara, artífice de este estupendo bloq. En mitad de la noche me siento cómodo. Ya casi no duermo. Son las horas diurnas las que más me hacen sufrir. Así que sí vamos a hablar de vampiros, de inmortales, de criaturas de la noche, creo que es el momento propicio. Por supuesto, trataré de ser lo más original posible.


Mi primer recuerdo de Christopher Lee, como no, va asociado a la oscura sala de cine de mi barrio, al extraño olor que despedían sus incómodas butacas de madera y el dulzón aroma de las palomitas de colores. Fue también mi primer encuentro con su personaje más emblemático. Antes de tener edad para poder entrar a ese lugar encantado, sin la supervisión paterna, ya me había deleitado con los añejos fotocromos que aquellos palacios de la magia exhibían en sus entradas. Eran los años setenta. Y la Hammer tenía su tirón. Extrañas criaturas de Frankenstein y coloridos vampiros con sangre deslizándose por sus colmillos. Muy alejado de mis pesadillas catódicas de la Universal, en colores grises. La cinta en cuestión me dio miedo, por supuesto, pero también me sorprendió gratamente. Se trataba de “El poder de la sangre de Drácula”, de Peter Sasdy. Curiosamente, junto a las entregas hippies de Alan Gibson, uno de los films más denostados de la saga. No obstante encerraba una carga crítica, más elocuente, a la moral victoriana, y a su principal valedor: la familia. También había un desdichado actor que no pudo dar sus frutos en el género, y al que la Hammer mimaba como el relevo de sus estrellas: Ralph Bates (a ésta habría que añadir “El Dr. Jekyll y su hermana Hyde” o “El horror de Frankenstein”). Pero también tenía una prodigiosa banda sonora, como todas las que James Bernad compuso para los estudios británicos. Esa “Victoria del amor” sonaba a gloria celestial mientras Lee/Drácula se precipitaba al vacío en las ruinas de una Iglesia (un mundo también, ya sin monstruos) cuando la límpida y purificadora luz del sol penetraba a través de las polícromas cristaleras del recinto como el amor se abre paso cortante entre la maldad y las desgracias.

 
El “Drácula” de Lee se me hacía más cercano que el etéreo fantoche sobreactuado de Lugosi. La mirada de Lee reflejaba al mismo tiempo la mordiente y dolorosa soledad del mal. Pero su figura, elevada y atractiva, suponía también el reflejo de esa ambigüedad humana, de esa sin razón atávica, de esa atracción imanente por el lado oscuro. Por supuesto que al ubicar geográfica e históricamente a sus monstruos en una sociedad como la victoriana, esa repulsión-atracción tenía doble capa, y el erotismo soterrado campaba a sus anchas. Este vampiro psicoanalítico hubiese hecho las delicias de Freud, con esos colmillos que iban surgiendo erectos ante la visión de la pristína piel de una hembra voluptuosa. Sin Lee, no cabe duda, que ese juego no hubiese sido posible. Sin su físico, sin su apostura. Cualquier Drácula posterior, le debe todo a Lee.


Cuentan que a Sir Christopher no le hacía demasiada ilusión, a su pesar, ser recordado por estos trabajos, incluso llegó a querer alejarse de ellos (cosa, que evidentemente tampoco consiguió). También adquiriendo malos modos frente a aquellos que lo habían encumbrado: sus fans. Esta lucha no sólo le permitió ser el último de los grandes vivos (con perdón de Robert Englund) en el panteón de monstruos cinematográficos, si no, además, regalarnos un puñado de buenas e inolvidables interpretaciones, como villano o no, en casi más de doscientos cincuenta títulos.


Mi otro gran recuerdo de Christopher Lee fue también ajeno, compartido a través de la experiencia de otra gran persona y gran talento (en esta ocasión, de nuestro país). A mediados de los noventa fui invitado a dar unas charlas en la Universidad de Valencia, entorno a un ciclo organizado sobre la figura iconoclasta y vanguardista de Pere Portabella y sus trabajos underground en el celuloide. Por supuesto me tocó hablar de “Vampir cuadecuc”, y además frente al propio Portabella. Durante el rodaje de “El Conde Drácula”, la pésima versión, lo siento, que Jesús Franco hizo de la novela de Stoker (y a pesar de que Lee siempre se mostrara orgulloso de su participación), Portabella inauguró, por así decirlo, la moda del making of. Era un intento doctrinal, con la soberbia ayuda musical de Carles Santos, colisionando imagen y sonido, de desmitificar, a través de un icono pupular todo el entramado mágico de la confección de una irrealidad que nos quieren hacer pasar por real. Pero “Vampir cuadecuc” puede ser, y es, muchas más cosas. Siempre recordaré como, sin presupuesto para la escena final, para seguir al equipo de rodaje a Europa, Portabella habló con Lee y le pidió que leyera las últimas líneas del libro frente a la cámara. También quedaba poca película, pero Lee, con la buena dicción que siempre le caracterizó, terminó su parlamento sin incidencias. Después miró al objetivo esperando la señal. Una señal que no llegaba. Portabella, inquieto, estableció una especie de duelo mental con el actor, deseando que pesteañeara y poder terminar con la película, quedaba poca, recordemos, y se acabó sin que Lee moviera ni un músculo. Ese momento da la medida de un buen profesional ante la cámara, de su disciplina. Como pocos. Ese mismo día, el generoso Pere, me regaló también una copia de “Umbracle”, otro delirio vanguardista entorno a la censura y el oficialismo franquista imperante, haciendo deambular a un insólito Lee por un paisaje urbano (Barcelona) casi idealizado. Christopher recitaba poesía y cantaba a cappella . No recuerdo si también ejercía la esgrima, lo que parece ser tampoco se le daba nada mal. Todo un recital.



 Lee fue vampiro, momia, Hyde y monstruo de Frankenstein en la ficción. En la vida real hablaba varios idiomas con fluidez, tenía sangre de nobleza, y fue agente secreto en la segunda guerra mundial. No llegó a ser inmortal, pero casi. Estuvo demasiado tiempo al servicio del lado oscuro de la fuerza. Y eso se paga. Tenía 93 años cuando nos dejó, pero su espíritu permanecerá con todos los que amamos el cine, sea de género o no. Eso sí, ese espíritu se mantuvo eternamente joven. Ya había grabado discos, pero últimamente se encontraba bastante cómodo con el Heavy. Así que, después de todo, igual ha llegado a ser inmortal. En fin, amanece y tengo que volver a mi...

Miguel Ángel Plana





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